El nuevo largometraje de Sean Baker se titula Anora porque ese es el nombre de su protagonista, aunque ella lo detesta y prefiere que la llamen Ani. La joven trabaja como ‘stripper’ en un club erótico de Nueva York, y de vez en cuando hace horas extras visitando los hogares de algunos de sus clientes para tener sexo con ellos, pero no hay mejor manera de hacerle perder los estribos que llamarla “prostituta”. Ambos detalles sirven para resumir a la perfección uno de los grandes temas de esta magnífica película, que llega ahora a los cines tras hacerse con la Palma de Oro en el Festival de Cannes, y que desde entonces se ha erigido en una de las grandes candidatas a triunfar en la próxima gala de los Oscar: la diferencia entre cómo nos definimos a nosotros mismos y cómo nos definen los demás y, más concretamente, la lucha de una mujer por reivindicar su propia identidad frente a un mundo que la ve como poco más que un objeto.
Una noche, Ani conoce a un cliente de 21 años -parece mucho más joven- que resulta ser hijo de un oligarca ruso. El muchacho primero le ofrece dinero para que visite su mansión, y luego la contrata para que sea su novia durante una semana. A lo largo de esos días, ella pasa tanto tiempo con él, y disfruta tanto del estilo de vida lujoso y hedonista que le ofrece que empieza a sentir algo por él. Y, por eso, cuando el tipo le propone matrimonio de forma súbita durante una escapada en Las Vegas, Ani no se lo piensa mucho antes de aceptar. Mientras todo eso sucede, a través de una serie de escenas que podrían definirse como una versión menos cursi y fantasiosa de Pretty Woman (1990), Baker llega a convencernos de que el repentino romance podría convertirse en una gran historia de amor.
Sin embargo, llegado el momento la realidad llama a la puerta de Ani, o más bien la echa abajo, en forma de un trío de matones, y es entonces cuando Baker empieza a insuflar a Anora la misma sensibilidad tragicómica que ya manejó en películas previas como Tangerine (2015), The Florida Project (2017) y Red Rocket (2021), que ya se mostraban interesadas en quienes viven en los márgenes de la sociedad estadounidense y, más concretamente, en las vidas de las trabajadoras y los trabajadores sexuales; hay directores que se dedican a hacer películas de superhéroes, otros se dedican al cine musical, y Baker se dedica a contar las penurias que sufren quienes ofrecen sexo a cambio de dinero.
A medida que se intensifica la amenaza a la que Ani se enfrenta, y mientras Anora se convierte en una persecución desenfrenada y aderezada de una sinfonía de gritos, Baker exhibe de forma cada vez más imponente su habilidad única en el manejo de diferentes formas de comedia, de la de enredo a la del absurdo pasando por el ‘slapstick’ y la orquestación del caos. Entre toda esa confusión, eso sí, el director en ningún momento deja de prestar atención a la sucesión de miradas intercambiadas y gestos casuales que nos cuenta muchas cosas acerca de los personajes, todos ellos utilizados y despreciados por aquellos que ostentan el poder y el dinero. El trío de matones son, por encima de todo, trabajadores precarios que hacen lo posible para no ser despedidos. Ani, por su parte, ha roto esa regla de oro en su oficio según la que está prohibido creer en las fantasías, y poco a poco empieza a despertarse del sueño.
El personaje podría fácilmente haber caído en el estereotipo de la prostituta con el corazón de oro, o en el de la oportunista sin escrúpulos, o en el de la damisela en apuros, pero Ani es mucho más compleja, una mujer que derrocha una ferocidad que es genuina pero también una máscara tras la que se ocultan altas dosis de frustración, desesperación y fragilidad. La interpreta la actriz Mikey Madison, hasta ahora conocida sobre todo por su papel de asesina en el ‘reboot’ Scream (2022) y por su participación en Érase una vez en Hollywood (2019) en la piel de una de las chicas Manson -esa a la que Leonardo DiCaprio quema con su lanzallamas, para más señas-; resulta impensable que no obtenga una nominación al Oscar por el trabajo que ofrece aquí.
En los últimos compases de un viaje a lo largo del que ha sido indultada, maltratada y humillada sistemáticamente, en cuanto dejan de funcionarle los mecanismos de defensa, Ani comprende que todo aquello acerca de lo que había tratado de convencerse a sí misma es una ilusión, y que carece por completo de control sobre su vida. Su periplo acaba con una escena de sexo, de largo la más triste de todas las que la película incluye; un momento de conexión carnal mucho más desesperado que gozoso, que no es fruto de un arrebato pasional sino de la conmiseración mutua, y que no transmite ni sentimiento romántico ni liberación catártica sino la aflicción que comparten dos personas explotadas, ambas valoradas solo por sus cuerpos y lo que pueden ofrecer físicamente. No, Anora no es Pretty Woman, y por tanto no tiene un final de cuento de hadas. El príncipe azul de Ani resultó ser tan irreal como las fantasías amorosas que ella ofrece a sus clientes. O como la comedia romántica que Anora primero nos promete mete y luego nos niega.